La responsabilidad social corporativa (RSC) es un concepto que tiene su origen en los años cincuenta, ya superada la Segunda Guerra Mundial. Se comenzó a popularizar y a divulgar en los entornos laborales como un compromiso social que debía ser integrado en la estrategia empresarial. No obstante, la primera manifestación de la RSC fue a través de las campañas de marketing y comunicación. Y como puede suceder, llega antes «el rumor que la noticia», lo que puede provocar confusión. Si el interés es exclusivamente comercial, no funciona. No es fácil sostener una imagen a partir de la publicidad si los compromisos no van acompañados de actuaciones concretas. La falta de coherencia crea, precisamente, un efecto contrario en el mercado porque genera desconfianza.
Afortunadamente en los últimos años ha ido tomando forma una aplicación real y consciente de esta responsabilidad. No es casual que a finales de diciembre de 2018 haya sido aprobada la Ley 11/2018 de información no financiera y diversidad, ampliando el número de sociedades obligadas a presentar datos relativos a RSC. El período de transición es de tres años, de modo que a partir del 2021 las empresas de más de 250 trabajadores pueden estar obligadas a divulgar información del impacto de su actividad en el campo medioambiental y social, si además reúnen otros requisitos de orden económico. La Ley contiene luces y sombras, ya que la información es una medida eficaz en la implantación de la RSC pero hay dificultades de interpretación en algunos aspectos y para las empresas que no tengan experiencia en la redacción de estos informes supone un reto relevante.
Durante décadas, los departamentos de personal han sido exclusivamente oficinas de administración y de gestión de derechos laborales. El nuevo paradigma, pendiente todavía en muchas empresas y superado por otras, habla de personas y de la importancia de atender sus necesidades. Según los/as expertos/as, el capital humano tiene un valor incalculable, porque se comporta desde dentro hacia afuera, al compartir el mensaje de la misión y valores de la compañía mediante el contacto con clientes y otras personas.
No se trata de prometer felicidad, ya que ésta es subjetiva y muy difícil de medir, pero sí de comprender que las personas trabajadoras si trabajan a gusto son más productivas y tienen mayor compromiso con la empresa. No sólo eso, su satisfacción impacta positivamente en la imagen de marca. Existen ya los llamados portales reputacionales; éstos ofrecen una visión pública de la opinión de las personas trabajadoras, identificando puntos positivos y aspectos a mejorar en la organización. No se puede olvidar tampoco el efecto mediático de las redes sociales. Las personas trabajadoras son la fuente de información más creíble. Si se consideran «bien cuidadas» sus comentarios permiten reforzar una reputación positiva.
Invertir en las personas trabajadoras es valorar su dedicación, reconocer su talento y fomentar su productividad. Debe hacerse a través de la compensación, proporcionándoles una remuneración justa y apoyándoles a través de la capacitación profesional. Por supuesto, hay que garantizarles la seguridad en el trabajo y también educarles en hábitos saludables para prevenir la aparición de enfermedades o accidentes. No menos importante es la inversión en las comunidades, y no necesariamente en términos monetarios. En ocasiones las alianzas tratan relaciones de colaboración y permiten el acceso de personas en riesgo de exclusión a las empresas, por medio de un empleo de calidad.
Cuando las empresas tienen personas trabajadoras talentosas y diversas que se sienten seguras en el trabajo y en la familia, éstas rinden al máximo y lo extienden a las compañías. ¿Qué otra cosa son las empresas si no son personas?